Relato de Terror: El Beso
La muerte, esa desconocida de blancos velos, es inviolable y no perdona. Necios los hombres que tratan de manipular fuerzas ocultas para manosearla, desconocen su enorme poderío, y cuando logran abrir la puerta de su oscuro palacio, es demasiado tarde…están perdidos. Por Erath Juárez Hernández
Don Uriel tenía más de una hora de pie, mirando hacia el valle desde la ventana. Esa era la única de la Hacienda “Los milagros” que no había mandado a tapiar. Se había convertido en una especie de ritual que ejecutaba todas las noches, antes de bajar al sótano, a tratar de saber lo que sucedió: la noche en que murió la única mujer a la que realmente había amado.
Marina…
Un suspiró se escuchó en la habitación vacía. Luego lamentos, antes de escudriñar el horizonte de nuevo.
A lo lejos apenas ya podía verse la luz de las lámparas del pueblo de San Clemente. Al centro, se encontraba la catedral, hacia donde se dirigían unas pequeñas luces, como si fueran velas. Deben de estar celebrando una de esas fiestas ridículas, se dijo. Una corriente de aire fresco llenó la recámara que se encontraba a oscuras. Se alejó de la ventana y se sentó sobre el suelo polvoriento a seguir pensando.
Ya casi se cumplía un año desde la última vez que la vio con vida y desde entonces, cada momento era un suplicio. A pesar de todo el dinero atesorado hasta ese día, no había persona más infeliz en toda la comarca. Su hacienda alguna vez había sido la más productiva de la región, y él, uno de los más acaudalados del país. Sin embargo de nada le había servido para su búsqueda y ahora sólo los terrenos sobre los que estaba construida su hogar tenían valor. El edificio parecía abandonado, sin ningún mueble y con la fachada maltratada. Los jardines eran una maleza de hierba mala y escondite de toda clase de alimañas.
La razón por la que seguía vivo era por que ella, durante una plática en vida, le suplicó que si alguno de los dos moría antes que el otro, nunca optarían por el suicidio, que tarde o temprano se volverían a reunir, aunque no fuera en este mundo. Pero él ya había perdido la paciencia.
Con la ayuda de una bruja, aprendió a invocar a los espíritus. La conoció gracias a su fiel caporal, Rogaciano, quien se ofreció a llevarlo a la casa de la anciana una noche que le encontró llorando. Tenía fresco en la memoria ese momento, un recuerdo difícil de borrar.
Rogaciano subía a toda prisa a la habitación de su patrón. No lo había visto en todo el día y tenía que darle los pormenores de la jornada. La cosecha estaba lista para su venta y necesitaba que le dieran el precio para negociarla en el pueblo.
La puerta de la recámara se encontraba abierta, escuchó que alguien lloraba. Se sorprendió que fuera Don Uriel. No lo había visto derrumbarse jamás. Aunque los últimos días había dejado de comer y dormir.
—Patrón, veo que sigue pensando en la difunta. Lo comprendo por que sé que la quería harto, pero no es bueno para su salud. Nada más mírese. Con todo respeto, pero se ve más flaco que los peones de la hacienda —dijo el caporal, desde la puerta.
—Rogaciano, si tan sólo existiera la forma de hablar con ella —dijo Uriel, y se mordió la mano para que no soltara el llanto de nuevo —. Saber por qué se fue cuando más la necesitaba —añadió mientras dejaba escapar una lágrima.
El caporal se quedó sin que decir. Nunca había visto a su patrón de esa forma. El hombre prepotente, despiadado, ahora se comportaba como un chiquillo indefenso. Dijo lo primero que se le ocurrió.
—Don Uriel, Dios se la quiso llevar, es todo. Tiene que resignarse, ya pasaron dos meses — dijo el caporal.
—¿Dios? ¡Ese cabrón no existe! Me la quitó y ningún Dios que se diga bueno, es capaz de llevarse a alguien tan…así como era ella. Nunca le hizo daño a nadie—sollozó Uriel.
Se hizo un silencio. Rogaciano pensativo, no se animaba a seguir tratando de consolar a su patrón. Fue en ese momento que recordó a Petra, la bruja del pueblo.
—Conozco a alguien que podría ayudarlo, pero no sé si usted crea en los espíritus—dijo, rompiendo el silencio.
—No estás tratando de tomarme el pelo ¿verdad? —Uriel lo enfrentó con la mirada.
—No, cómo cree. Ya sabe que jamás bromearía con usted, cuando ha sido para mí, casi como un padre, como un…
—Me consta Rogaciano, gracias — lo interrumpió Uriel, mientras se secaba las lágrimas. Sabía que en el fondo del alma de su empleado existía la ambición. Que sólo buscaba adularlo, quedar bien con él—. Pero dejémonos de cosas y dime quién es la persona de la que hablas.
—¡Pues, Petra, la bruja!
Marina…
Un suspiró se escuchó en la habitación vacía. Luego lamentos, antes de escudriñar el horizonte de nuevo.
A lo lejos apenas ya podía verse la luz de las lámparas del pueblo de San Clemente. Al centro, se encontraba la catedral, hacia donde se dirigían unas pequeñas luces, como si fueran velas. Deben de estar celebrando una de esas fiestas ridículas, se dijo. Una corriente de aire fresco llenó la recámara que se encontraba a oscuras. Se alejó de la ventana y se sentó sobre el suelo polvoriento a seguir pensando.
Ya casi se cumplía un año desde la última vez que la vio con vida y desde entonces, cada momento era un suplicio. A pesar de todo el dinero atesorado hasta ese día, no había persona más infeliz en toda la comarca. Su hacienda alguna vez había sido la más productiva de la región, y él, uno de los más acaudalados del país. Sin embargo de nada le había servido para su búsqueda y ahora sólo los terrenos sobre los que estaba construida su hogar tenían valor. El edificio parecía abandonado, sin ningún mueble y con la fachada maltratada. Los jardines eran una maleza de hierba mala y escondite de toda clase de alimañas.
La razón por la que seguía vivo era por que ella, durante una plática en vida, le suplicó que si alguno de los dos moría antes que el otro, nunca optarían por el suicidio, que tarde o temprano se volverían a reunir, aunque no fuera en este mundo. Pero él ya había perdido la paciencia.
Con la ayuda de una bruja, aprendió a invocar a los espíritus. La conoció gracias a su fiel caporal, Rogaciano, quien se ofreció a llevarlo a la casa de la anciana una noche que le encontró llorando. Tenía fresco en la memoria ese momento, un recuerdo difícil de borrar.
Rogaciano subía a toda prisa a la habitación de su patrón. No lo había visto en todo el día y tenía que darle los pormenores de la jornada. La cosecha estaba lista para su venta y necesitaba que le dieran el precio para negociarla en el pueblo.
La puerta de la recámara se encontraba abierta, escuchó que alguien lloraba. Se sorprendió que fuera Don Uriel. No lo había visto derrumbarse jamás. Aunque los últimos días había dejado de comer y dormir.
—Patrón, veo que sigue pensando en la difunta. Lo comprendo por que sé que la quería harto, pero no es bueno para su salud. Nada más mírese. Con todo respeto, pero se ve más flaco que los peones de la hacienda —dijo el caporal, desde la puerta.
—Rogaciano, si tan sólo existiera la forma de hablar con ella —dijo Uriel, y se mordió la mano para que no soltara el llanto de nuevo —. Saber por qué se fue cuando más la necesitaba —añadió mientras dejaba escapar una lágrima.
El caporal se quedó sin que decir. Nunca había visto a su patrón de esa forma. El hombre prepotente, despiadado, ahora se comportaba como un chiquillo indefenso. Dijo lo primero que se le ocurrió.
—Don Uriel, Dios se la quiso llevar, es todo. Tiene que resignarse, ya pasaron dos meses — dijo el caporal.
—¿Dios? ¡Ese cabrón no existe! Me la quitó y ningún Dios que se diga bueno, es capaz de llevarse a alguien tan…así como era ella. Nunca le hizo daño a nadie—sollozó Uriel.
Se hizo un silencio. Rogaciano pensativo, no se animaba a seguir tratando de consolar a su patrón. Fue en ese momento que recordó a Petra, la bruja del pueblo.
—Conozco a alguien que podría ayudarlo, pero no sé si usted crea en los espíritus—dijo, rompiendo el silencio.
—No estás tratando de tomarme el pelo ¿verdad? —Uriel lo enfrentó con la mirada.
—No, cómo cree. Ya sabe que jamás bromearía con usted, cuando ha sido para mí, casi como un padre, como un…
—Me consta Rogaciano, gracias — lo interrumpió Uriel, mientras se secaba las lágrimas. Sabía que en el fondo del alma de su empleado existía la ambición. Que sólo buscaba adularlo, quedar bien con él—. Pero dejémonos de cosas y dime quién es la persona de la que hablas.
—¡Pues, Petra, la bruja!
—¿La vieja loca que vive a las afueras del pueblo? —dijo Uriel, sorprendido. Recordó que su padre había despojado de sus tierras al marido de Petra y que al poco tiempo el campesino murió de la pena. La mujer desde entonces vivía en los linderos del pueblo.
—Esa mera, pero no es que esté loca. Es bien rara, eso sí. Pero dicen que es muy efectiva ¿Se acuerda de Palemón?
—Ya, el peón que se nos murió el año pasado. Tuve que darle un dinero a la viuda.
—Pues a ese, lo mandó matar su esposa, para quedarse con su amante, Nicandro.
—¿Pues que no había muerto de disentería?
Esa desgraciada. Con razón se largó del pueblo, pensó Don Uriel.
—No hombre, si era más sano que nada. De un día para otro se nos peló. Los que lo vieron antes de enterrarlo, dijeron que estaba en los puros huesos y que por nada del mundo pudieron cerrarle los ojos. Que parecía que hubiera visto al mismo chamuco.
—Y Petra ¿qué tuvo que ver?
—Pues yo vi a la esposa de Palemón entrando a la casa de la vieja una noche antes de que se petateara Nicandro. Seguro que fue a hacerle el encargo a la bruja.
—Pues yo no veo cómo pueda ayudarme —dijo Uriel.
—Dicen que habla con los difuntos. Y por lo que escuché antes de entrar a consultarle a usted lo del precio, y espero que me dispense: Llamaba a su esposa, a la difunta.
El rostro de Don Uriel, se tornó fúnebre. Volvió a acordarse de Marina Luego respiró profundo y al final dijo:
—Llévame entonces…
La casa de Petra se encontraba a las afueras del pueblo. Un lugar de difícil acceso, rodeado de sembradíos de maíz. Con dificultad se iban abriendo camino entre las milpas. Ninguno decía palabra alguna, sólo se escuchaba el canto de los grillos y uno que otro ladrido a lo lejos.
—Ya llegamos —dijo Rogaciano, señalando un jacal que parecía abandonado.
—¿Es ahí? Si es tan buena bruja, ¿cómo es que vive en ese chiquero?
—Pues todo el pueblo dice que el dinero lo entierra en alguna parte del bosque. Pero ya sabe cómo es la gente de habladora.
Uriel no contestó. Sólo se preguntaba si no sería lo mismo con respecto a que hablaba con los muertos. Tenía mucho dinero, pero no quería ser estafado por nadie.
Rogaciono golpeó a la puerta tres veces. No había ni una luz en el interior.
La puerta se abrió, pero nadie salió a recibirlos. Dos gatos negros pasaron entre las piernas de los hombres y entraron al jacal. No paraban de maullar.
—Ahora les doy de comer. Esperen —se escuchó en el interior —. Si ya sé, tenemos visitas ¿Quién anda ahí?
—Soy yo, Rogaciano. Vengo acompañado de mi patrón: Don Uriel Carrasco.
Se hizo silencio por unos segundos, hasta que por fin la anciana contestó.
—¿Qué hace alguien como usted por aquí? ¿A qué debo su visita a tan altas horas de la noche?— gritó la mujer sin mostrarse a la vista.
—Mire Petra, mi patrón tiene un problema. Como ya debe estar enterada, su mujer murió hace unos meses. Y pues él se siente muy solo…
—Creo que se equivocaron de lugar, para eso está el burdel del pueblo.
Los dos hombres se miraron. Uriel le hizo señas de que mejor se fueran de ahí.
—Pero que Petra tan bromista. Déjeme le explico. El patrón quiere hablar con la difunta, tiene algunas preguntas que hacerle, pues no sabe cómo fue que murió.
—¿Es eso lo que quiere Don Uriel? ¿Está seguro? —interrogó la anciana.
—Mire, los doctores dijeron que fue por alguna enfermedad de la sangre que no conozco. De un día para otro amaneció muerta, así como así. Si no hubiera sido por que esa misma noche estuvimos juntos, pues lo creería. Ella nunca mostró signos de estar enferma ni mucho menos —contestó Uriel.
—No puedo ayudarlo —sentenció la anciana de manera tajante.
—Le doy lo que me pida, por dinero no se detenga—suplicó Uriel.
—Lo siento mucho, pero no puedo. Es muy peligroso. Además la única forma que conozco para comunicarse con los muertos es por medio de otro muerto y para eso tendría que matar a alguien, pues no debe de tener más de veinticuatro horas de haber estirado la pata y no quiero meterme en fregaderas, así que mejor se van y hago de cuenta que no vinieron.
—Por favor Doña Petra, se lo suplico—sollozó Uriel —asumiré el riesgo, por lo que más quiera.
—Petra, no te hagas de rogar, que si el patrón dice que te dará lo que pidas, es porque lo va a cumplir. Con el dinero podrías largarte de este pueblucho —intervino Rogaciano.
Se hizo un minuto de silencio, la mujer parecía estarlo pensando, sus gatos empezaron a maullar y fue cuando al fin dijo:
—Les diré cómo, pero les aviso de una buena vez: no quiero que me involucren si los descubren —dijo Petra desde la oscuridad.
—¿Y cuánto va a querer? —interrogó Uriel.
—Esa mera, pero no es que esté loca. Es bien rara, eso sí. Pero dicen que es muy efectiva ¿Se acuerda de Palemón?
—Ya, el peón que se nos murió el año pasado. Tuve que darle un dinero a la viuda.
—Pues a ese, lo mandó matar su esposa, para quedarse con su amante, Nicandro.
—¿Pues que no había muerto de disentería?
Esa desgraciada. Con razón se largó del pueblo, pensó Don Uriel.
—No hombre, si era más sano que nada. De un día para otro se nos peló. Los que lo vieron antes de enterrarlo, dijeron que estaba en los puros huesos y que por nada del mundo pudieron cerrarle los ojos. Que parecía que hubiera visto al mismo chamuco.
—Y Petra ¿qué tuvo que ver?
—Pues yo vi a la esposa de Palemón entrando a la casa de la vieja una noche antes de que se petateara Nicandro. Seguro que fue a hacerle el encargo a la bruja.
—Pues yo no veo cómo pueda ayudarme —dijo Uriel.
—Dicen que habla con los difuntos. Y por lo que escuché antes de entrar a consultarle a usted lo del precio, y espero que me dispense: Llamaba a su esposa, a la difunta.
El rostro de Don Uriel, se tornó fúnebre. Volvió a acordarse de Marina Luego respiró profundo y al final dijo:
—Llévame entonces…
La casa de Petra se encontraba a las afueras del pueblo. Un lugar de difícil acceso, rodeado de sembradíos de maíz. Con dificultad se iban abriendo camino entre las milpas. Ninguno decía palabra alguna, sólo se escuchaba el canto de los grillos y uno que otro ladrido a lo lejos.
—Ya llegamos —dijo Rogaciano, señalando un jacal que parecía abandonado.
—¿Es ahí? Si es tan buena bruja, ¿cómo es que vive en ese chiquero?
—Pues todo el pueblo dice que el dinero lo entierra en alguna parte del bosque. Pero ya sabe cómo es la gente de habladora.
Uriel no contestó. Sólo se preguntaba si no sería lo mismo con respecto a que hablaba con los muertos. Tenía mucho dinero, pero no quería ser estafado por nadie.
Rogaciono golpeó a la puerta tres veces. No había ni una luz en el interior.
La puerta se abrió, pero nadie salió a recibirlos. Dos gatos negros pasaron entre las piernas de los hombres y entraron al jacal. No paraban de maullar.
—Ahora les doy de comer. Esperen —se escuchó en el interior —. Si ya sé, tenemos visitas ¿Quién anda ahí?
—Soy yo, Rogaciano. Vengo acompañado de mi patrón: Don Uriel Carrasco.
Se hizo silencio por unos segundos, hasta que por fin la anciana contestó.
—¿Qué hace alguien como usted por aquí? ¿A qué debo su visita a tan altas horas de la noche?— gritó la mujer sin mostrarse a la vista.
—Mire Petra, mi patrón tiene un problema. Como ya debe estar enterada, su mujer murió hace unos meses. Y pues él se siente muy solo…
—Creo que se equivocaron de lugar, para eso está el burdel del pueblo.
Los dos hombres se miraron. Uriel le hizo señas de que mejor se fueran de ahí.
—Pero que Petra tan bromista. Déjeme le explico. El patrón quiere hablar con la difunta, tiene algunas preguntas que hacerle, pues no sabe cómo fue que murió.
—¿Es eso lo que quiere Don Uriel? ¿Está seguro? —interrogó la anciana.
—Mire, los doctores dijeron que fue por alguna enfermedad de la sangre que no conozco. De un día para otro amaneció muerta, así como así. Si no hubiera sido por que esa misma noche estuvimos juntos, pues lo creería. Ella nunca mostró signos de estar enferma ni mucho menos —contestó Uriel.
—No puedo ayudarlo —sentenció la anciana de manera tajante.
—Le doy lo que me pida, por dinero no se detenga—suplicó Uriel.
—Lo siento mucho, pero no puedo. Es muy peligroso. Además la única forma que conozco para comunicarse con los muertos es por medio de otro muerto y para eso tendría que matar a alguien, pues no debe de tener más de veinticuatro horas de haber estirado la pata y no quiero meterme en fregaderas, así que mejor se van y hago de cuenta que no vinieron.
—Por favor Doña Petra, se lo suplico—sollozó Uriel —asumiré el riesgo, por lo que más quiera.
—Petra, no te hagas de rogar, que si el patrón dice que te dará lo que pidas, es porque lo va a cumplir. Con el dinero podrías largarte de este pueblucho —intervino Rogaciano.
Se hizo un minuto de silencio, la mujer parecía estarlo pensando, sus gatos empezaron a maullar y fue cuando al fin dijo:
—Les diré cómo, pero les aviso de una buena vez: no quiero que me involucren si los descubren —dijo Petra desde la oscuridad.
—¿Y cuánto va a querer? —interrogó Uriel.
—Déme quinientas monedas de oro, con eso me conformo. Mañana, me las deja ahí, junto a la puerta. Nunca me vuelva a buscar, le haré caso a Rogaciano, me largaré con mis gatos a un lugar más fresco, quizá a la orilla del mar.
Rogaciano iba a reclamarle, la suma le parecía un robo, pero Uriel le tapó la boca antes de que pudiera hacerlo.
—Aquí las tendrá a primera hora. Dígame que es lo que tengo que hacer — declaró Uriel con autoridad.
—Esto es lo que tiene que hacer…
Ya casi era media noche, la hora que estaba esperando. Se sabía el camino hasta el sótano hasta con los ojos cerrados. Bajó cada escalón como en cámara lenta, con las imágenes de las mujeres que había matado para tratar de contactar al espíritu de Marina. La comunicación era siempre muy corta, algunas palabras entrecortadas, apenas entendibles. Maldita vieja, dónde se habrá largado cuando necesito su ayuda, pensó Uriel.
A Rogaciano no lo veía hacía más de una semana. Le había concedido unas pequeñas vacaciones para que fuera a arreglar unos asuntos a su pueblo. Por ello la chica que estaba en el sótano la tuvo que matar sin ayuda. El parecido con Marina era asombroso. Le recordó la época en que se conocieron y se hicieron novios. Unos meses después se la robó para casarse con ella.
La mujer que había asesinado nunca se esperó que él fuera a atacarla, a pesar de que en el pueblo ya existía una especie de psicosis por las desapariciones de jovencitas. Lo que nadie sabía era que las muchachas jamás habían salido de San Clemente. Todas se descomponían y eran comidas por los gusanos en el sótano de la Hacienda de Don Uriel.
Llegó a la puerta con doble candado donde hacía sus rituales. Sacó una llave de su bolsillo y abrió. Atrancó la puerta con un enorme madero. El cadáver de la muchacha se encontraba sobre una mesa y a unos metros más adelante el hoyo que había cavado durante el día para disponer del cuerpo. Encendió cuatro velas y las colocó en cada esquina de la mesa, luego empezó a llamar a su amada. Primero en voz baja, luego cada vez más fuerte hasta que sentía que se le desgarraba la garganta. Recitó las palabras incomprensibles que Petra le enseñó.
Los ojos de su víctima se abrieron y al mismo tiempo escuchó voces que provenían de los alrededores de la hacienda y que se acercaban cada vez más.
Ninguna de las veces anteriores, el cadáver había abierto los ojos. Uriel sintió una enorme emoción y al mismo tiempo presintió que algo sucedía afuera de la habitación. El sonido que hizo la puerta principal un piso más arriba al derrumbarse y después los gritos, le confirmaron lo anterior. Pero ahora que estaba teniendo éxito con su ritual no debía distraerse.
A la muerta empezó a temblarle la boca, como si quisiera decirle algo. En este punto Uriel, estaba a punto de llorar.
—¿Marina, eres tú? —alcanzó a decir.
La muchacha movía los labios, pero apenas se escuchaban unos leves susurros. Acercó su oído un poco más y fue cuando oyó claramente.
—¡Bésame!
No lo pensó dos veces. Cerró los ojos y la besó.
En ese momento, empezaron a golpear la puerta.
—¡Sal de ahí, asesino! —alguien gritó.
Uriel, identificó de inmediato la voz de Rogaciano. Su fiel caporal, lo había entregado a las autoridades a cambio de una jugosa recompensa. Se encontraba medio pueblo dentro de la casa. Todos armados con machetes y piedras, a punto de lincharlo. Trataban de derribar la puerta.
Pero Uriel, ya no escuchaba nada de lo que sucedía a su alrededor. Sólo sentía la lengua de la muerta que se retorcía alrededor de la suya. Trató de separarse, pero ahora los brazos de la chica lo tenían apresado. Abrió los ojos y pudo ver como volaban pedazos de la puerta y las caras estupefactas de los que irrumpieron en la habitación. Rogaciano y los demás que entraron, quedaron petrificados.
Flotando en el aire, Don Uriel se besaba con un cadáver. De la tierra empezaban a surgir dedos primero y, luego poco a poco, brazos y cabezas de mujeres en estado de descomposición. Rogaciano las reconoció, eran las desdichadas que él había ayudado a asesinar.
Uriel, intentaba zafarse del beso, empezaba a sentirse sofocado. Dentro de su cabeza, empezaron a surgir imágenes. Pudo ver a Rogaciano teniendo sexo con su mujer, luego a los dos de la mano caminando hacia el jacal de Petra. La bruja les daba un frasco con un potente veneno que Marina mezcló con tequila. Luego observó a Rogaciano cambiando los vasos y a su infiel esposa beber del vaso equivocado después de que le hiciera el amor y quedara agotado a su lado. Miró a su amada retorcerse hasta el último estertor. Y fue lo último que pudo ver. Empezó a sentir que la muerta aspiraba con más fuerza. Un dolor indescriptible le taladró todo el cuerpo cuando su lengua fue arrancada de golpe. Como una aspiradora, le fueron succionando hasta dejarlo seco.
La gente salió huyendo del lugar y en su loca carrera dejaron caer las antorchas que llevaban y la hacienda empezó a incendiarse.
Rogaciano ya no pudo moverse, las piernas no le respondieron y mucho menos el esfínter. Le bastó un segundo para comprender que Petra lo había traicionado. Los cadáveres fueron rodeándolo lentamente, como interpretando una danza macabra para luego abalanzarse sobre él. Sintió como le incrustaban los dientes por todo el cuerpo y le arrancaban pedazos enteros de carne. Su plan de quedarse con la hacienda se desvanecía con cada dentallada. Cuando lo soltaron todavía alcanzó a ver sus restos esparcidos por la habitación y como una de las muertas le desprendía uno de sus brazos, roído hasta el hueso.
De “Los milagros” no quedó nada y nadie se atrevió a construir o a sembrar sobre sus terrenos.
Epílogo.
Petra salía de la playa después de mojarse los pies y estar unos minutos bajo el sol. Tenía muchas ganas de beber agua de coco. Entró a la cabaña que construyó con el dinero que le había sacado a Don Uriel.
Sus dos gatos se le acercaron al escuchar que se ingresaba a la cocina y comenzaron a maullar.
—¡Si ya sé, no tienen que recordármelo! Quizá me excedí con el castigo, pero los dos se lo merecían
Rogaciano iba a reclamarle, la suma le parecía un robo, pero Uriel le tapó la boca antes de que pudiera hacerlo.
—Aquí las tendrá a primera hora. Dígame que es lo que tengo que hacer — declaró Uriel con autoridad.
—Esto es lo que tiene que hacer…
Ya casi era media noche, la hora que estaba esperando. Se sabía el camino hasta el sótano hasta con los ojos cerrados. Bajó cada escalón como en cámara lenta, con las imágenes de las mujeres que había matado para tratar de contactar al espíritu de Marina. La comunicación era siempre muy corta, algunas palabras entrecortadas, apenas entendibles. Maldita vieja, dónde se habrá largado cuando necesito su ayuda, pensó Uriel.
A Rogaciano no lo veía hacía más de una semana. Le había concedido unas pequeñas vacaciones para que fuera a arreglar unos asuntos a su pueblo. Por ello la chica que estaba en el sótano la tuvo que matar sin ayuda. El parecido con Marina era asombroso. Le recordó la época en que se conocieron y se hicieron novios. Unos meses después se la robó para casarse con ella.
La mujer que había asesinado nunca se esperó que él fuera a atacarla, a pesar de que en el pueblo ya existía una especie de psicosis por las desapariciones de jovencitas. Lo que nadie sabía era que las muchachas jamás habían salido de San Clemente. Todas se descomponían y eran comidas por los gusanos en el sótano de la Hacienda de Don Uriel.
Llegó a la puerta con doble candado donde hacía sus rituales. Sacó una llave de su bolsillo y abrió. Atrancó la puerta con un enorme madero. El cadáver de la muchacha se encontraba sobre una mesa y a unos metros más adelante el hoyo que había cavado durante el día para disponer del cuerpo. Encendió cuatro velas y las colocó en cada esquina de la mesa, luego empezó a llamar a su amada. Primero en voz baja, luego cada vez más fuerte hasta que sentía que se le desgarraba la garganta. Recitó las palabras incomprensibles que Petra le enseñó.
Los ojos de su víctima se abrieron y al mismo tiempo escuchó voces que provenían de los alrededores de la hacienda y que se acercaban cada vez más.
Ninguna de las veces anteriores, el cadáver había abierto los ojos. Uriel sintió una enorme emoción y al mismo tiempo presintió que algo sucedía afuera de la habitación. El sonido que hizo la puerta principal un piso más arriba al derrumbarse y después los gritos, le confirmaron lo anterior. Pero ahora que estaba teniendo éxito con su ritual no debía distraerse.
A la muerta empezó a temblarle la boca, como si quisiera decirle algo. En este punto Uriel, estaba a punto de llorar.
—¿Marina, eres tú? —alcanzó a decir.
La muchacha movía los labios, pero apenas se escuchaban unos leves susurros. Acercó su oído un poco más y fue cuando oyó claramente.
—¡Bésame!
No lo pensó dos veces. Cerró los ojos y la besó.
En ese momento, empezaron a golpear la puerta.
—¡Sal de ahí, asesino! —alguien gritó.
Uriel, identificó de inmediato la voz de Rogaciano. Su fiel caporal, lo había entregado a las autoridades a cambio de una jugosa recompensa. Se encontraba medio pueblo dentro de la casa. Todos armados con machetes y piedras, a punto de lincharlo. Trataban de derribar la puerta.
Pero Uriel, ya no escuchaba nada de lo que sucedía a su alrededor. Sólo sentía la lengua de la muerta que se retorcía alrededor de la suya. Trató de separarse, pero ahora los brazos de la chica lo tenían apresado. Abrió los ojos y pudo ver como volaban pedazos de la puerta y las caras estupefactas de los que irrumpieron en la habitación. Rogaciano y los demás que entraron, quedaron petrificados.
Flotando en el aire, Don Uriel se besaba con un cadáver. De la tierra empezaban a surgir dedos primero y, luego poco a poco, brazos y cabezas de mujeres en estado de descomposición. Rogaciano las reconoció, eran las desdichadas que él había ayudado a asesinar.
Uriel, intentaba zafarse del beso, empezaba a sentirse sofocado. Dentro de su cabeza, empezaron a surgir imágenes. Pudo ver a Rogaciano teniendo sexo con su mujer, luego a los dos de la mano caminando hacia el jacal de Petra. La bruja les daba un frasco con un potente veneno que Marina mezcló con tequila. Luego observó a Rogaciano cambiando los vasos y a su infiel esposa beber del vaso equivocado después de que le hiciera el amor y quedara agotado a su lado. Miró a su amada retorcerse hasta el último estertor. Y fue lo último que pudo ver. Empezó a sentir que la muerta aspiraba con más fuerza. Un dolor indescriptible le taladró todo el cuerpo cuando su lengua fue arrancada de golpe. Como una aspiradora, le fueron succionando hasta dejarlo seco.
La gente salió huyendo del lugar y en su loca carrera dejaron caer las antorchas que llevaban y la hacienda empezó a incendiarse.
Rogaciano ya no pudo moverse, las piernas no le respondieron y mucho menos el esfínter. Le bastó un segundo para comprender que Petra lo había traicionado. Los cadáveres fueron rodeándolo lentamente, como interpretando una danza macabra para luego abalanzarse sobre él. Sintió como le incrustaban los dientes por todo el cuerpo y le arrancaban pedazos enteros de carne. Su plan de quedarse con la hacienda se desvanecía con cada dentallada. Cuando lo soltaron todavía alcanzó a ver sus restos esparcidos por la habitación y como una de las muertas le desprendía uno de sus brazos, roído hasta el hueso.
De “Los milagros” no quedó nada y nadie se atrevió a construir o a sembrar sobre sus terrenos.
Epílogo.
Petra salía de la playa después de mojarse los pies y estar unos minutos bajo el sol. Tenía muchas ganas de beber agua de coco. Entró a la cabaña que construyó con el dinero que le había sacado a Don Uriel.
Sus dos gatos se le acercaron al escuchar que se ingresaba a la cocina y comenzaron a maullar.
—¡Si ya sé, no tienen que recordármelo! Quizá me excedí con el castigo, pero los dos se lo merecían